segunda-feira, 18 de outubro de 2010

Venerável
sor Maria de Jesus
de Tomelin del Campo
oic
"El Lirio de Puebla"
virgem e monja Mexicana da
Ordem da Imaculada Conceição

La Puebla de los Ángeles, la antigua Tlaxcala (Méjico) fue la cuna de la primera flor de santidad de la Nueva España o Méjico. La primogénita entre varios hermanos, nació el 21 de febrero de 1579 de padre natural de Valladolid (España) don Sebastián de Tomelín y de una criolla doña Francisca del Campo, de la Ciudad de México, quien desde su embarazo consagró la niña a la Virgen.
Entre gracias y bendiciones
Se refiere que la madre doña Francisca en el octavo mes de la gestación fue atropellada por un brioso caballo y, desvanecida por el percance, se vio obligada a guardar cama. Postrada todavía en cama sin poder levantarse, le llegó la noticia de que su pundonoroso marido se estaba batiendo en la calle con otro caballero con inminente riesgo de perder la vida en el duelo.
En situación tan angustiosa la piadosa señora acudió a la protección de la Virgen Inmaculada, a quien ya, a causa del atropello del caballo, se había encomendado y ofrecido una “Novena”, sí venía con bien la criatura que llevaba en su seno. La señora mereció escuchar de labios de la Virgen: “Hija, no temas; yo te ayudaré y tomaré a mi cuidado la niña que tan de corazón me has ofrecido”. A su vez el duelo de don Sebastián no tuvo desenlace fatal, y doña Francisca dio a luz felizmente, a los ocho meses de estar encinta, una preciosa niña, sábado, 21 de febrero de 1579.
Al quinto día, 25 de febrero fue llevada a bautizar a la catedral, donde el señor párroco de la misma don Tomás Ruiz le impuso el nombre de María. Hizo de padrino don Alfonso de la Huerta.
La vida de la sierva de Dios es de las privilegiadas o carismáticas. Su piadosa madre le repetía constantemente al oído el dulce nombre de María con el santo anhelo de que fuera el primer nombre que balbuciera la niña. Esta devoción a la Virgen María le fue premiada con creces, cuando sorprendentemente escuchó de boca de la niña por vez primera estas palabras: «Ave María». Como para comérsela a besos.
Se cuenta que a los tres años hacía oración mental, y a los cinco la vieron ya arrebatada en éxtasis. En el oratorio doméstico había una imagen de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Ante ella rezaban con especial devoción madre e hija el Rosario, y la madre le repetía con frecuencia a la hija: “Mira, esa es tu Madre”. Y la niña repartía, en consecuencia, sus inocentes cariños entre la Madre del cielo, María, y la de la tierra, Francisca.
A los seis años había leído la vida de San Juan Bautista, y la vida del santo anacoreta suscitó en ella una aventura impropia de su edad.
Viaje al desierto
Así como Santa Teresa de Ávila intentó ir de niña con su hermanito Rodrigo a tierras de moros “para que los descabezasen” por amor a Jesús, también la tierna niña María realizó su huida al desierto para imitar a San Juan Bautista.
En el oratorio paterno había un cuadro pequeño con la pintura de la Virgen, a quien la niña amaba con delirio. Un día habló con un hermanito suyo y, tomando la pintura de la Virgen y unos panecillos, salieron solos de la población. Solos y alegres anduvieron media legua (unos 2,50 km.), pero al llegar al río Atoyac, que venía muy crecido por ser la época lluviosa, tuvieron que detener el paso y pensar en qué hacer. María se dio a buscar en el monte inmediato un lugar a propósito para sus deseos, y descubrió con sus ojos angelicales una gruta en un peñasco muy alto pero inaccesible por lo quebrado y, además, estaba de por medio la corriente del río. Ante la Imposibilidad material de trepar hasta la gruta, sobrevino el ruego confiado de la niña a su “Madre del cielo”. Y... sin saber cómo, María y su hermanito se hallaron en la gruta que habían divisado en la roca.
Situados en el lugar apetecido, colocaron con gozo extraordinario la imagen de la Virgen en una especie de trono, que en un hueco rugoso tenía la cueva y, dejando el bolso de los panecillos a un lado, empezaron a desgranar, alegres y felices, las Avemarías del Rosario y a rezar otras devociones. Al anochecer se comieron las pocas provisiones de pan que habían llevado, y se entregaron como angelitos al sueño.
Amaneció riente la mañana, y la primera ocupación de los niños fue la de santificarla con el rezo de las oraciones aprendidas. Dieron por terminadas las oraciones mañaneras, pero no había qué desayunar: el zurroncillo de los panes estaba vacío; y en la roca no se veía ni una triste hierba. Había que bajar a la ribera del río para encontrar algo, pero ¡cómo bajar! De nuevo, la bajada misteriosa. Ya en la ribera, se dedicaron a buscar raíces y hierbecillas para su alimento. Provistos del típico alimento eremita, ¡el problema de volver a subir y bajar! Y el prodigio se repitió.
Los padres ¡claro está! estaban con el alma en un hilo por la desaparición de los niños, pensando lo peor que les pudiera suceder. Y movilizaron a los familiares para buscar a los niños perdidos.
El segundo día, estando los niños en la ribera del río buscando sus rústicas provisiones, empezó a llover de tal manera que no podían dar un paso, pero proseguían buscando hierbas. Al poco rato, oyeron una voz que repetía de lejos: ¡”María, María”! La niña, llena de emoción al reconocer aquella voz, respondió: ¡”Papá, papá”! Don Sebastián se acercó el primero en brioso corcel al lugar de donde venía la voz y, al ver a sus hijitos con el vestido completamente seco en medio del aguacero que caía, experimentó un doble e irresistible ímpetu de reprensión y de admiración. Pudo más la compasiva admiración paterna a la vista de un hecho que no se explicaba y, escuchado el relato infantil y candoroso de lo que movió a María a buscar la soledad, los abrazó y besó con tierno cariño de padre y los llevó a casa.
Al llegar a casa, repitió la niña el mismo candoroso relato ante su madre, toda descorazonada; lo que le valió para disipar en su mamá todo gesto de reprensión y de castigo y, a su vez, para llenar de alegría la casa entera, convirtiendo el llanto en gozosa ternura y fiesta familiar.
Don Sebastián envió a sus criados a bajar de la gruta la imagencita de la Virgen que tanto quería la niña. Era tan escarpado el lugar, que tuvieron que atravesar maderos para subir a la gruta, y no sin grandes dificultades pudieron cumplir su cometido. María gozó lo indecible, al tener el cuadro de la Virgen en sus manos.
Persecución de su padre
María iba creciendo, prevenida por la gracia y dedicada a la vida interior de oración extraordinaria. Un día sintió más vivo el rayo de amor a Dios, y experimentó en la planta de los pies un dolor tan intenso, que no pudo menos de gemir y de gritar. La madre acudió, al oír los gemidos de la niña, y vio que tenía los pies como taladrados por clavos desde la planta al empeine. Le aplicó inmediatamente unos paños blancos que quedaron empapados en sangre y, mientras la curaba con entrañable amor de madre, recomendó a la niña que tuviera en secreto las obras de Dios.
Conforme iba creciendo María, ya no se podía ocultar en su conducta que se sentía llamada de Dios a la vida religiosa. Su padre, hombre de negocios y de visión muy humana de la vida, intentó torcer los altos ideales de su hija, y le presentó un pretendiente. Verlo, la recatada joven, y quedar enteramente pálida, todo fue uno. Don Sebastián se dio cuenta de la fuerte impresión causada en María, y supo dar tiempo al tiempo, buscando mejor coyuntura.
De momento se enfureció contra su virtuosa esposa, a la cual achacaba la vocación de la hija. Ante el horizonte de la lucha abierta que se le presentaba, María cayó gravemente enferma, de suerte que tuvieron que administrarle los últimos sacramentos. Entonces don Sebastián, abatido por el infortunio, hizo promesa de no estorbar los propósitos de su hija, si ésta convalecía de la enfermedad. De hecho, la enferma convaleció y sanó. Su padre, sin embargo, incumpliendo la promesa, volvió a la carga con gran disgusto de María. De nuevo cayó enferma. Y no una, sino hasta tres veces, don Sebastián anduvo jugando con la Providencia, prometiendo e incumpliendo la promesa, cegado como estaba por el capricho de que su primogénita tenía que abrazar, por encima de todo, el estado matrimonial. Mas viendo que no doblegaba la voluntad férrea de su hija, un día, como fuera de sí, lanzó furioso un puñal contra ella. La Providencia desvió la trayectoria del arma mortal, y se evitó un baldón familiar. Ante la situación creada por este último feroz atentado, la resolución no admitía demora.
Doña Francisca sufría lo que no se puede calificar. Sentía y pensaba como su hija, y quería la felicidad de ésta. Con el mayor sigilo fue a hablar con la abadesa del Monasterio de la Concepción de Puebla, y dialogaron largamente de la situación y de la manera de dar cumplimiento a los deseos de la joven María. Luego, acudió al Señor Obispo a exponerle el mismo asunto, y convinieron en que María podría ingresar en el Monasterio.
Estrategia de su madre
El padre, empedernido, no cejó de su intento, y no consintió que en adelante madre e hija salieran solas a la calle. Si no salía él con ellas, las acompañaba el hijo mayor, que superaba en celo a su padre. la situación no podía ser más tirante.
Doña Francisca pensaba y reflexionaba acerca del mejor modo de llevar a efecto la entrada de su hija en el Monasterio, pero no veía el día. Llegó el día del jubileo en la Iglesia del Carmen. En este día decidieron salir a ganar el jubileo. Las acompañaba el hijo mayor. Yendo por la calle, María sintió ganas de beber agua y, al pasar por el Monasterio de La Concepción, dijeron que iban a pedir agua en la portería. A esto se oponía con despotismo el hijo, sugiriendo que la pidieran en una casa inmediata. Pudo más el tesón de la madre y de la hija, y fueron al Monasterio. Al abrirse la puerta, María se escabulló y se metió dentro del Monasterio, asilo y alcázar de su vida.
Dado el carácter, que en aquellos tiempos tenían los Monasterios como lugar de asilo y de refugio, María quedó segura, y su hermano retornó a casa, defraudado y refunfuñando.
Se explica, no el malhumor, sino la ira y la furia de don Sebastián, al verse burlado por la decisión tomada por su hija. Los improperios y los denuestos llovieron sobre doña Francisca, autora de la hábil y eficaz estrategia, por la que María encontró su libertad.
El tiempo corre. El tiempo hace olvidar muchas cosas, a corto o a largo plazo. Las oraciones y sacrificios surten su efecto. En este caso no se escatimaron, sino que se sucedieron y se ofrecieron con fe muy viva al Señor, que todo lo puede. Lo cierto es que el pundonoroso caballero cambió de criterio, y el que se opuso de modo tan incalificable a la vocación de su hija, cayó arrepentido de su mala conducta y, antes de que llegara el día de la vestición de hábito, ya visitó a su hija en el Monasterio con cariño de padre.
Así, en esta atmósfera de paz familiar, la impertérrita María vistió el hábito religioso en el mes de mayo de 1598, a los 19 de su edad. En religión tomó el nombre de Sor María de Jesús.
Las pruebas de ser amada
La que había recorrido su niñez y juventud rodeada de luces sobrenaturales, de gracias y favores celestiales, experimentó sin saber cómo que su vida se había trocado de ser un vergel de flores en un árido desierto. Desaparecieron los consuelos sensibles, no tenía ganas de orar, los escrúpulos hicieron su aparición, se obnubiló la seguridad de lo que había creído ser voluntad de Dios, llegó a pensar que en el pasado habían sido bellas ilusiones, las pasiones sensitivas amenazaban vigorosas... ¿No estaría mejor en el hogar paterno donde tanto bien podía hacer?... La maestra, conocedora de su buen espíritu, le permitió ejercicios penales, como usar de silicio, disciplinas, incluso, a veces, de sangre.
Se llegó por medio del señor capellán de la comunidad a consultar la situación y espíritu de Sor María con el Señor Obispo de la ciudad, Don Diego Romano. Después de examinado el caso, el veredicto no pudo ser mejor. Tan prendando quedó el Señor Obispo del buen espíritu de Sor María, que comunicó confidencialmente a la novicia una pena que llevaba dentro, porque no acertaba a encontrar la solución a un problema gravísimo, y la novicia con iluminación especial le indicó cuál era la solución.
Anota el biógrafo don Enrique que en estos días de prueba en que la sierva de Dios surcaba las áridas arenas del desierto espiritual, su madre siempre estuvo a su lado con la oración constante y exhortándole a que no dejara de Profesar. Santa Mónica con sus oraciones consiguió la conversión de su hijo Agustín; doña Francisca fue un apoyo firme en la oscuridad y vacilaciones de Sor María.
Una vez cerciorada de su buen espíritu y recuperada la serenidad, emitió la profesión religiosa con íntimo gozo de su alma y gran satisfacción de su familia y de las religiosas, el 17 de mayo de 1599.
Siguió en su clima de alta oración y favorecida de gracias especiales, sin que por esto omitiera las labores manuales propias de la comunidad. Llevada de su fervor mariano, fundó entre las monjas la Cofradía del Rosario y, años más tarde, la Asociación del Carmen y del Dulce Nombre de María.
Más duro que la muerte
Iba adelantando en años y, al llegar el tiempo reglamentario de renovar el cargo de abadesa, las monjas se fueron poniendo de acuerdo para que recayera la elección en Sor María. Cuando ella vino en conocimiento de lo que trataban, el intento fue para ella cual dardo que se clavara en su corazón. Se resistía ante su incapacidad para el cargo, y recurrió al remedio de la oración a suplicar al mismo Jesús que la librara de aquella tremenda carga y que se la sustituyera por otra cruz. Por los hechos se ve que el divino Salvador le tomó la palabra. En la elección los votos se reconcentraron en otra religiosa, lo que fue un gran respiro para Sor María, pero vino luego la segunda parte: la cruz que le esperaba.
La vida de Sor María era de lo más prodigioso que se puede dar. Y, como sucede tantas veces, la misma, la mismísima cosa, que a unos les parece blanca a otros les parece oscura o negra. Un grupo de religiosas, que antes veneraban a Sor María, se convirtió en un foco de crítica implacable, tomando pie de que era la causa de la división de la comunidad por no haber querido aceptar el cargo de abadesa. Le dirigieron insultos y menosprecios, y llegó a tanto la aversión que la misma abadesa empezó también a vacilar y juzgó conveniente informar al Señor Obispo de lo que pasaba. Tanto la abadesa como el prelado la trataron al principio con aspereza por las acusaciones tan graves como habían llegado al obispado. La misma sierva de Dios temía no pisar terreno firme.
El prelado quiso tomar cartas en el asunto personalmente y llegar al esclarecimiento de la verdad. Así, con su autoridad prelatícia apremió a Sor María a que se defendiera de tanto dicterio contra ella. Mas no quiso defenderse y sólo salió de su boca la confesión de que era una pecadora y de que era indigna de vestir el hábito de la Orden de la Inmaculada, y que las monjas eran mejores que ella. Sólo por el precepto grave de obediencia fue contestando una por una a todas las imputaciones con tanta claridad y humildad, que el Señor Obispo quedó edificado de aquella vida tan santa, y muy pesaroso de haber dudado de ella. Era acusada de embustera e ilusa, de aliada del demonio y de que sus milagros eran pura superchería.
La Virgen María con el Niño se le había aparecido, y éste le dijo: «Toma esta cruz y sígueme». A lo cual repuso Sor María: «Señor, ¿qué puedo hacer yo sin Vos? Yo me ofrezco a padecer todo lo que sea de vuestro agrado».
En estas pruebas a que el Divino Salvador la sometió, la más humillante fue la actitud de la criada Isabel. Nacida en China, había sido esclava y, luego, por la fe en Cristo, liberada con la libertad de los hijos de Dios. Esta criada fue de las más encarnizadas adversarias. Cuando Sor María se veía precisada a pedirle alguna ayuda, la contestación que tenía a flor de labios era ésta: «Hágaselo ella», y así otras lindezas de parecido tono. Refiere la confidente Sor Agustina de Santa Teresa que, viendo los malos tratos que daba Isabel a la sierva de Dios, le aconsejó que, por el decoro del hábito de la Inmaculada, tratara de que fuera despedida aquella insolente, y que dio por respuesta: “Eso no, eso no me enseñó mi pacientísimo Esposo; en este ejercicio me tiene, no quiero perderlo, porque él me lo envía; y si no permitiera a Isabel lo que ella hace para ejercitarme en la paciencia, enviaría ángeles que me afligiesen”.
Así, la que sabía de nadar en un piélago de inefables dulzuras sobrenaturales, ahora sorbía del agua amarga de la tribulación, abrazada a aquel género de cruz que el mismo Jesús le había preparado, para conducirla a lo más alto del monte de la perfección. Y se constata que sobrellevó la cruz por espacio de veinte años.
Por fin, tal fue la gracia de la iluminación para cuantas habían contribuido a hacer tan pesada la cruz de Sor María, que cayeron arrepentidos ante ella, le pidieron perdón y alcanzaron también misericordia de Dios, que escudriña lo más escondido de los corazones.
Pasó la gran prueba, y empezó a experimentar con frecuencia las gracias místicas. Se relatan sus delirios amorosos con la Sagrada Eucaristía, sus éxtasis ante la Pasión del Señor, sus coloquios con la Virgen Inmaculada, con el Ángel custodio, con los santos de su mayor devoción: San Juan Evangelista, Santa Teresa, Santa Gertrudis. Para con las almas del purgatorio su compasión, seguida de sacrificios, era admirable.
Don de profecía
Un hecho tan sólo, como exponente de este don del Espíritu Santo. Lo reproduzco tal como lo escribe don Enrique Gómez Haro: «Yo he de morir presto - dijo a sus compañeras de clausura - Después de mí morirá el Señor Obispo Don Gutierre, a quien sucederá un pastor escogido y santo, aunque a esta hora, todavía no está ordenado de sacerdote, cuyo gobierno será justo y santo, padecerá muchos trabajos y generalmente los habrá también en todo el obispado.
La profecía se cumplió exactamente. El año 1638, uno después del felicísimo tránsito de nuestra Venerable murió el ilustrísimo señor obispo don Gutierre Bernardo de Quiroz, y vino a sucederle el Excmo. Sr. Doctor don Juan de Palafox y Mendoza, de quien escribió el R. P. Fr. Félix de Jesús María, biógrafo de la Venerable Madre en Roma lo siguiente: «El gobierno justo y santo y los grandes trabajos, adversidades y contradicciones que padeció este Hombre de Dios, ponen en claro el enigma profético de la Venerable Madre, pues no pudo la Sierva del Señor expresar con más individuales señas a quien vivió toda su vida con trabajos, que son la contraseña de los justos. Hoy día se sigue en la Sagrada Congregación de Ritos la Causa de Beatificación y Canonización de este santísimo Prelado.
Preparada para morir
Como tantas almas santas, tuvo la gracia, de saber, ocho meses antes de la muerte, qué día se cortaría el hilo de su preciosa vida.
Adornada de virtudes en grado heroico (las virtudes practicadas por la Venerable Sor María de Jesús fueron aprobadas como heroicas por la Sagrada Congregación de Ritos el 18 de noviembre de 1775), esperaba su Pascua o tránsito a la Casa del Padre. Este dato interesantísimo de estar aprobadas sus virtudes en orden a continuar el Proceso de canonización, es suficiente para quitar la indiferencia con que se pudiera mirar una vida tan carismática. Pero ¿y quién pone tasa a las disposiciones del Poder de la Divina Providencia?
Reconfortada por los auxilios espirituales, que proporciona la Iglesia a los moribundos en la postrer batalla por el Reino de los cielos y rodeada con emoción por las hermanas de hábito y del sacerdote, que encomendaba su alma al Señor que la creó, voló al cielo el 11 de junio de 1637, fiesta del Santísimo Corpus Christi, a los 58 años de su edad.
Dicen que muerta, exhalaba fragante perfume que impregnó todo el Monasterio.

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