terça-feira, 24 de maio de 2011

RECUPERAR LA MEMORIA DEL PASADO
PARA VIVIR CON PASIÓN EL PRESENTE
Conferência proferida por
Fr. José Rodríguez Carballo, ofm, Ministro general, OFM
24.Maio.2011
Celebrar un centenario, como el que estamos celebrando, es siempre un momento propicio para reforzar nuestra identidad o, en el peor de los casos, recuperarla si la hubiéramos perdido. Ello, a mi modo de ver, comporta entre otros elementos, recuperar la memoria del pasado. ¿En qué sentido?
Antes de entrar en el tema de la identidad concepcionista considero oportuno algunas aclaraciones sobre la recuperación de la memoria.

Olvidar el pasado, el pecado de nuestros días

El pecado, que en el fondo consiste siempre en querer ser como Dios, se va disfrazando con diversas caretas en cada momento histórico. Una de esas caretas bajo las cuales se escondo el pecado en nuestros días es el olvido. Hoy son muchos los que pecan de olvido. También en la vida religiosa. Y lo que para muchos se presenta como algo positivo, en realidad es un pecado porque entierra lo que hemos sido y destruye la trama de lo que nos constituye, de lo que hace que seamos.

Olvidar el pasado es pecado porque es condenarnos a repetir lo vivido, a tropezar dos veces en el mismo lugar. Olvidar el pasado es pecado porque nos puede llevar a olvidar nuestra propia identidad, de dónde venimos, lo que somos y a quién pertenecemos, como personas, como cristianos y como consagrados. Ello comportaría quedarnos sin raíces y secarnos. En este caso, el olvido nos convertiría en extraños para nosotros mismos.

Cierto que no todo recuerdo es positivo. Hay gente, también entre nosotros los consagrados, para la cual hacer memoria de lo vivido es simplemente una carga insoportable. Son tales y tan profundas las heridas causadas por ciertos acontecimientos del pasado que hay que olvidar para vivir, de lo contrario podríamos llegar a la imposibilidad de rehacer lo vivido y de abrirnos a un presente y a un futuro cargados de esperanza.

Entonces, ¿qué queremos decir cuando afirmamos que es necesario recuperar la memoria de nuestro pasado?

Cuando hablamos de la necesidad de que la vida consagrada recupere su memoria no nos referimos al recuerdo patológico que cierra las posibilidades de futuro, porque encierra en un pasado siempre revivido e incapaz de reconstruirlo positivamente. Cuando hablamos de recuperar la memoria en nuestra mente está la exhortación profética a la necesidad de volver sobre los propios pasos, a acordarse, a hacer memoria. El Deuteronomio pone constantemente en boca de Moisés esta exhortación: "¡Acuérdate, Israel!"

El profeta es bien consciente de lo fácil que es olvidarse de las experiencias vividas, conoce bien lo débil y tornadiza que es la fidelidad del corazón, por eso una y otra vez repite: "¡Acuérdate!". Para los profetas, el gran pecado de Israel es el olvido de su historia de salvación. Por ello, cuando el pueblo se aleja de Dios para ir detrás de los ídolos, se levanta la voz del profeta que grita: volved al amor primero (cf. Os 2, 15), recordad las maravillas que el Señor hizo con vosotros (cf. Sal 9, 1; Nm 23, 23), volved al Señor con todo el corazón (Dt. 30, 10).

En un tiempo histórico como el nuestro en que la fidelidad no es una virtud que esté de moda, y en el que la Iglesia nos invita a la "fidelidad creativa" (VC 37), creo que ese grito de los profetas sea una buena advertencia también para nosotros, necesitados como estamos de revisitar constantemente nuestra identidad. El V Centenario de la aprobación de la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción os pone ante esta gran responsabilidad: hacer memoria de lo que sois por vocación y de lo que estáis llamadas a testimoniar como misión, conscientes de que la memoria del corazón os vinculará a una historia que empezó a escribirse hacia ahora 500 años, pero a su vez os vinculará a una serie de personas que forman parte de ella: Jesús, Beatriz, Francisco, las hermanas.

Porque la aventura concepcionista es precisamente eso: una historia. Y lo que para un simple observador se presentaría sólo como un sucederse de acontecimientos, o a lo máximo una historia puramente humana, para quien hace memoria de su pasado desde una visión de fe, ese pasado se transforma en una historia de salvación, pues en sus páginas más bellas y significativas fue escrita por el Señor que está a la base de la vocación de Beatriz, de Francisco, de todas y cada una de vosotras, de todos y cada uno de nosotros.
La vuestra es la historia de un Dios que se puso a vuestro lado, la historia de amor del Señor que fijó los ojos en Beatriz y en cada una de vosotras llamándoos a seguirle "más de cerca", y sirviéndose de los Hermanos Menores de entonces y, quisiera pensar también de hoy, ha hecho posible que el camino de Beatriz se encontrase con el camino de Francisco y que vuestro camino se encontrase con el nuestro, de tal modo que, unidos por el amor a la Concepción Inmaculada de la "virgen hecha Iglesia", que "tuvo y tiene la plenitud de la gracia" (SalVM 1. 3), demos ante el mundo un testimonio de profunda fraternidad, en el respeto de nuestras diversidades.

Una mirada con los ojos de Dios

Por tanto, lo primero que se impone para una memoria del corazón, en línea con el pensamiento bíblico al que hemos hecho una rápida referencia, es leer el pasado con los ojos de Dios o, lo que es igual, desde una perspectiva de fe.

La vida consagrada, cualquiera que sea su vocación y misión específicas, es un aprendizaje de la mirada: aprender a mirar y a mirarnos con la mirada de Dios, considerar la realidad desde su interior, con la misma mirada de campo que la mirada de Dios. Mirada de simpatía, que nos rescata del olvido del pecado y nos devuelve a la memoria de la vida, a lo positivo de sabernos constantemente recreados desde la mirada acogedora de Dios, desde el foco de la predilección de Dios. Es esa mirada acogedora de Dios la que nos devuelve la dignidad, y nos lleva a descubrir el sentido profundo de la historia: la propia historia y la historia de nuestra fraternidad. Y a la vez mirada crítica, que sabe discernir lo que viene del Señor y lo que le es contrario. Una mirada crítica que lleva a pedir perdón, cuando haya que pedirlo, y a "nacer de nuevo" (Jn 3, 3), y a comenzar de nuevo en todo momento, como pedía el Padre san Francisco (cf. 1Cel 103).

Desde esa doble mirada es desde donde estamos llamados a recuperar la memoria del pasado y reforzar nuestra identidad como personas, cristianos y consagrados, y en vuestro caso concreto como concepcionista franciscanas.

Vuestra identidad

El Concilio Vaticano II ha pedido a todos los consagrados de volver al propio carisma. Para ello se hacía necesario un más profundo conocimiento de las propias fuentes y en vuestro caso también de la historia de vuestros orígenes. Después de años de serio discernimiento la Sede Apostólica aprobó vuestras Constituciones generales el 22 de febrero de 1993. Fue un discernimiento largo y no siempre fácil, pero al final un discernimiento que ha clarificado vuestra identidad.

La identidad ha de ser discernida desde tres instancias complementarias: las fuentes, en vuestro caso la Regla y las Constituciones; los signos de los tiempos, voces a través de las cuales el Espíritu nos habla hoy como hizo hace 500 años a Beatriz y a sus estrechos colaboradores en el discernimiento de la forma vitae de la Orden -codificada en la Regla-, y la situación concreta en que vive una comunidad.
La referencia a la Regla, releída por las Constituciones, os coloca en comunión carismática con vuestros orígenes y delante de los elementos fundantes del mismo. Os sitúa también en comunión con la Iglesia que aprobó dichas Constituciones, y con el franciscanismo cuyo espíritu está muy presente en la Regla y en las mismas Constituciones.

La referencia a los signos de los tiempos os coloca en comunión con el mundo actual y ante los elementos dinamizadores de la identidad. Vuestra identidad, como toda identidad religiosa, no puede vivirse de espaldas al devenir del mundo. Si así fuera estaríamos haciendo pura arqueología y estaríamos huyendo del mundo, lo que nos haría extraños al hombre y a la mujer de hoy.

La referencia a los contextos concretos en que vivís os posibilita encarnar el carisma en dichos contextos, de tal modo que siendo el carisma concepcionista un carisma universal (esto es muy importante tenerlo presente en esta era marcada por la globalización, no deja de responder a los desafíos de los distintos lugares en que el Señor os ha colocado.

Haciendo dialogar estas tres referencias será posible lograr una identidad dinámica vivida dentro de una fidelidad creativa, como nos pide la Iglesia. Ésta no consiste en repetir formas o modos de vivir que respondían a otros momentos históricos, sino que es el resultado de un discernimiento que permaneciendo fieles a lo constitutivo del carisma, nos sitúa en camino, donde el Señor nos va mostrando las exigencias de nuestra vocación/misión.

Releyendo desde esta perspectiva vuestras Constituciones y teniendo presente vuestra Regla, de cuya aprobación estamos celebrando los 500 años, pienso que vuestra identidad se caracteriza por estos elementos: la dimensión contemplativa o mística, sois contemplativas; la dimensión fraterna, sois una comunidad de hermanas; la dimensión concepcionista, sois concepcionistas; y la participación del carisma franciscano, sois concepcionistas franciscanas.
DIMENSIÓN CONTEMPLATIVA O MÍSTICA

Este es un aspecto, como acabamos de señalar, fundamental de y en vuestra vida, pero también la dimensión fundante de todos los demás elementos constitutivos de vuestra vida/misión. Para un contemplativo, la contemplación es la que da sentido a todo lo demás, es la como la brújula que proporciona orientación, es el filtro a través del cual piensa, actúa y ora. Y es que la centralidad de Dios es la que justifica todas las demás opciones que comporta la vocación franciscano/concepcionista, comprendida la "clausura perpetua", que abrazáis con vuestra profesión. Se ha dicho que el religioso del futuro o es místico o no es. Esto, valido para todos los consagrados, lo es más todavía para vosotras, consagradas totalmente a Dios y desposadas con Jesucristo, y que pertenecéis a la Orden de la Inmaculada Concepción "íntegramente contemplativa". Por ello con razón afirman vuestras Constituciones que el "primer y principal deber de las hermanas concepcionistas es la contemplación de las cosas divinas y la unión con Dios por la oración".
Seducidas como habéis sido por el amor eterno de Dios, sois llamadas, en palabras de vuestras Constituciones, a vivir "el misterio de Cristo desde la fe, la oración constante, la disponibilidad y el ocultamiento silencioso". Fe, oración, silencio, y podemos añadir aquí también la clausura de la que ya hicimos mención, son todos ellos elementos que han de ayudaros en el camino de la contemplación, cuya meta es la disponibilidad total al el proyecto de Dios sobre vuestras vidas y a llevaros a decir, a ejemplo de María: "Aquí estoy, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).

Pero a este punto es justo que nos preguntemos: ¿qué es la contemplación? Para responder adecuadamente a esta pregunta creo conveniente hablar de la contemplación en un doble sentido.

En sentido general, la contemplación es un camino sapiencial por el que nos guía el Señor hasta poder acoger el sentido profundo de la vida y de las cosas. La contemplación consiste en acoger que dicho sentido no sólo no está fuera de nosotros, sino que está en lo más profundo de nosotros mismos y más allá de nosotros. La contemplación es una cualidad de la vida humana que nos consiente tener una relación válida y positiva con la realidad, fruto de una visión de fe, de una mirada con los ojos del alma, que son los ojos de Dios, hasta convertirnos en expertos en el valorizar la vida, hasta tal punto que podamos vislumbrar el cielo que cada vida lleva dentro de sí. Contemplar es ser capaces de dar nombre a la realidad, a las cosas, a la historia, la propia y la que nos rodea, es decir, de valorizarlas (eso significa precisamente dar nombre), como hizo el hombre al inicio de la creación (cf. Gn 2, 20. 23). Contemplar es también gozar de la vida. El contemplativo es por excelencia la persona que goza de la vida, porque sabe descubrir y acoger la belleza de las criaturas, gracias a una mirada que va siempre más allá. En este sentido Francisco es un hombre profundamente contemplativo. Viendo el sol, no sólo ve que es bello y radiante, sino que se abre a algo más allá y descubre que del Altísimo trae significación (cf. Cant 4).

En sentido más particular la contemplación es un encuentro fuerte y apasionado con el Dios que se revela en el mundo, en la historia; con el Dios que busca al hombre y se encuentra con él en la persona del Hijo. La contemplación es sumergirse en Dios, es verlo y creer (Adm 1, cf. 2CtaF 68), verlo no con los ojos de la carne, sino con los ojos del corazón. Los contemplativos son creyentes cuya conciencia de Dios impregna su vida entera; son personas conscientes de que Dios las crea, las sostiene y las cuestiona, y, como consecuencia, todos los demás valores se desvanecen. Contemplar es sencillamente, como afirma el Padre san Francisco, "tener el corazón vuelto hacia el Seño.

A este punto me parece importante hacer una precisión y es la siguiente: la contemplación no es sencillamente una serie de prácticas piadosas, sino una profunda experiencia de Dios, de tal modo que cuanto más profunda sea dicha experiencia, más auténtica y alta será la contemplación. La persona verdaderamente contemplativa sabe que ésta tiene que ver con vivir una vida plena, no una vida vacía. La auténtica contemplación es la vida iluminada por una incontenible búsqueda de plenitud. Es vida vivida en plenitud. Ello exige no tanto que busquemos técnicas espirituales y fórmulas psicológicas para dar contenido a nuestras vidas, antes bien que penetremos en nosotros mismos para limpiar el corazón de escombros, en vez de centrarnos en tratar de controlar el entorno y las situaciones que nos rodean. La vida contemplativa no es un ir en búsqueda de novedades, sino un ir en profundidad, descender al corazón.

¡No hay vida cristiana o religiosa sin vida contemplativa!, entendida ésta como experiencia de Dios, vivida en un contexto comunitario, radicada en la escucha de la Palabra de Dios, plasmada por la Eucaristía y articulada en una vida de fe, de esperanza y de caridad. Quien cree en Dios no se contenta con tener ideas justas sobre él, sino que busca experimentarlo en la vida de cada día. Creo que sea importante recordarnos y recordar esta verdad.

Pienso que es urgente revitalizar la dimensión contemplativa en toda forma de vida religiosa, pero mucho más en una como la vuestra, "íntegramente contemplativa", de tal modo que no sea un escape, o una fuga, sino una verdadera experiencia que nos introduce en el "corazón" de Dios y en nosotros mismos, y, al mismo tiempo, nos descentra y nos saca de nosotros mismos, para ir al encuentro de los demás. La contemplación tiene una gran vocación: hacer de Dios el principio integrador de toda nuestra vida y misión.

Nutrientes de la dimensión contemplativa

No pudiendo desarrollar aquí todos los nutrientes de la dimensión contemplativa, me limito a señalar tres, que considero muy importantes: La educación de la fe, la Palabra de Dios y la Eucaristía.

a)
Vida de fe. Teniendo en cuenta cuanto hemos dicho anteriormente sobre la contemplación, otro nutriente indispensable de la misma es la fe. Sin una fe recta y sólida no será posible una vida contemplativa. Si la vida contemplativa es hacer experiencia de Dios, la fe es encontrarse con Cristo, sentirse conquistado (Fil 3, 12), escogido, llamado (Rom 1, 1; 1Cor 1, 1), amado (Gal 2, 20), por Él. Y es a través de este encuentro como se hace experiencia de Dios. Él es el camino para ir a Dios (cf. Jn 14, 6). Nadie duda que Francisco y Beatriz hayan sido grandes contemplativos, pero lo han sido porque han sido personas de fe, un hombre y una mujer que se dejaron encontrar por Cristo. Lo que hace a una persona cristiana es el encuentro con el Señor, y lo que hace que una persona sea verdaderamente contemplativa es una profunda vida de fe.

Cuando hablamos de fe no hablamos, por tanto, sólo de una fe que responda a la ortodoxia de doctrina, una adhesión intelectual a las verdades reveladas. En el centro de la fe cristiana está Jesús de Nazaret en cuento persona a la que se debe encontrar, en la que se debe creer, a la que uno ha de escuchar y seguir y por la cual se debe morir. Creer no significa sólo saber y proclamar que Dios existe, sino permitir que tal verdad cuestione, primeramente a través de "un Dios que habla", un Dios que interpela, que llama al hombre e interviene en la historia y es conocido por sus obras, las únicas que le dan nombre. La fe de la que hablamos es amor, porque "creer es amar", es confiar en la OSCURIDAD que es LUZ. El amor límpido conduce a la contemplación del misterio de Dios que se nos revela y nos habita. La fe de la que hablamos envuelve a toda la persona, no sólo a su inteligencia, vive en el misterio que es Dios, y florece en la vida. Por ello, como dice san Basilio, citando Gal 5, 6, lo propio del cristiano es "la fe operante a través del amor". La fe de la que hablamos desemboca necesariamente en el testimonio y en el anuncio del Evangelio, con la vida antes que con las palabras. La experiencia de Dios se basa en la fe, y al mismo tiempo nos lleva a una fe que trasciende la necesidad de solucionar nuestros problemas cotidianos.

Convencido como estoy que la fe es el único antídoto frente a los miedos que acosan hoy la vida religiosa y particularmente la vida contemplativa, y lo único que nos permite mantenernos en lo esencial, en medio y a pesar de tantos cambios, considero de capital importancia que el tema de la educación de la fe sea central en vuestra formación inicial y permanente, de tal modo que la fe toque toda vuestra vida y se convierta en el verdadero manantial de vuestra esperanza, de vuestro seguimiento de Cristo y de vuestro testimonio en el mundo, como contemplativas, concepcionistas y franciscanas. En este campo no podemos dar nada por supuesto, pues como recordaba ya san Agustín: "Muchos que están fuera, en realidad están dentro, y muchos que están dentro, en realidad están fuera". El Vaticano II al hablar de María nos dice que "avanzó en la peregrinación de la fe". Ese ha de ser nuestro proyecto como creyentes, ha de ser una de las finalidades principales de este Centenario para todas vosotras: Como María, avanzar en la fe.

b)
La Palabra de Dios. La fe, de la que acabamos de hablar, nace de la escucha, proclama el Apóstol Pablo (cf. Rom 10, 14. 17), y san Basilio afirma: "La fe de la escucha de la Palabra de Dios". Una vida contemplativa que quiera ser sólida estará radicada en la Palabra. Benedicto XVI, además de recordarnos que toda vida consagrada nace de la escucha de la Palabra y de la acogida del Evangelio como norma de vida nos recuerda también que "la Palabra de Dios está a la base de toda auténtica espiritualidad cristiana". Es por ello que el Papa coloca "el acercamiento orante al texto sagrado como elemento fundamental de la vida espiritual de todo cristiano", ofreciéndonos un criterio clave para entrar en los secretos de la Palabra: "La inteligencia de la Escritura requiere, más aún que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración". Coherente con la importancia que da a la Palabra de Dios como exigencia de la espiritualidad cristiana y como constructora de comunión y de comunidad, pide que no falte en las comunidades religiosas "una formación sólida a la lectura creyente de la Biblia".

Vuestras Constituciones, conscientes de la importancia de la Sagrada Escritura en la vida de una contemplativa os piden: "Como la Madre de Jesús, que guardaba fielmente en su corazón el misterio de su Hijo, la concepcionista se dedique todos los días a la lectura y meditación del Santo Evangelio y de las Sagradas Escrituras".

La contemplación, "respuesta de amor que sirve, ama, honra y adora con limpio corazón y mente pura", os conducirá "a los pies del Señor para escuchar su Palabra en silencio y soledad". Es por ello que una comunidad concepcionista debe caracterizarse, entre otros aspectos, por la escucha cotidiana de la Palabra de Dios en la liturgia, y por la escucha y el compartir el pan de la Palabra a través de la lectura orante de la Palabra de Dios. La escucha de la Palabra, sobre todo en fraternidad, además de ser un factor determinante en la construcción de comunidad, poco a poco va plasmando en el corazón de quien la escucha la imagen misma de la Palabra, lo que en realidad constituye la finalidad de toda vida contemplativa. Llamadas también vosotras a ser portadoras del don del Evangelio desde una opción de vida contemplativa, no podréis restituir ese don a los demás si antes no os dejáis habitar por la Palabra. Pero para ello, "es necesario que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital que permita encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia". Sólo así es posible madurar "la visión de fe, aprendiendo a ver la realidad y los acontecimientos con la mirada misma de Dios, hasta tener el pensamiento de Cristo". Cada hermana concepcionista está llamada a acoger y guardar en el corazón la Palabra de Dios, para que siga siendo lámpara para sus pasos y luz en su sendero (cf. Sal 118, 105). Entonce el Espíritu Santo podrá guiarla a la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Cada hermana concepcionista está llamada a hacer de la Palabra de Dios el alimento para la vida, la oración y para el camino diario, el principio de unificación de la fraternidad y el primer principio de renovación, como ya había indicado el Vaticano II.
Alimentadas por la Palabra, seréis transformadas en mujeres nuevas, libres y evangélicas, y de este modo podréis ser auténticas siervas de la Palabra desde vuestra vocación concepcionista y contemplativa.
Uno de los frutos de este Centenario debería ser que cada hermana y cada comunidad desarrolle un contexto más vivo e inmediato con la Palabra de Dios, de tal modo que se impriman cada vez con más visibilidad en cada una de ellas los rasgos del Verbo Encarnado. En vuestro caso la Palabra ha de ser acogida, meditada y vivida juntas, comunicar las experiencias que de ella florecen, Ello os permitirá adentraros en una auténtica espiritualidad de comunión y a redescubrir la dimensión eclesial de la Palabra de Dios.

c)
La oración personal y litúrgica. Si la contemplación es experiencia de Dios y si esta experiencia nos viene a través del encuentro con el Señor, bien podemos decir que la contemplación se nutre de la íntima y profunda relación con Cristo, alimentada por momentos apropiados y prolongados de oración personal y comunitaria que permiten profundizar en el coloquio silencioso con Aquel por quien uno se siente amado, para compartir con Él la propia vida y recibir luz para continuar el camino diario. Con razón vuestras Constituciones colocan la oración como alimento de la vida y de la vocación: La concepcionista, para fortalecer su vocación, se esfuerza en todas las circunstancias por alimentar con la oración su vida escondida con Cristo en Dios.
El contemplativo no ora para obtener satisfacción, para aplacar la ira divina o para alagar a un ego divino. El contemplativo ora para estar abierto a lo que es, no para remodelar el mundo de acuerdo con sus propios planes; ora para aprender a vivir en la presencia de Dios, para entrar en la presencia de Dios, para absorber la presencia de Dios en su interior, y de este modo "conocer a Dios como a su único Esposo". El contemplativo no ora a base de muchas palabras, sino que ora hasta imponerse el silencio, de tal modo que la presencia resulte más palpable que las palabras y llena más que las ideas. El contemplativo es aquel en quien la oración ha llegado, poco a poco, a extinguir las ilusiones de autonomía y la entronización del yo, que hace de cada uno de nosotros un pequeño reino. La oración de la concepcionista contemplativa le hace trascender su propio yo para "hacerse un solo espíritu con Cristo su Esposo", y por ello con su oración ayuda a construir la ciudad terrena. En la oración, el contemplativo ha de sentirse solidario de todos los hombres y mujeres, de sus angustias y de sus alegrías, de sus luchas y de sus gozos. Nada de lo que afecta al hombre le puede ser ajeno.
Para vosotras la oración no puede ser una obligación, un peso, ha de ser una exigencia que brota del amor de esposa hacia el Esposo. Lo dicen muy bien vuestras Constituciones al afirmar: "La elección amorosa de Dios que la seduce y desposa en fidelidad, conduce a la concepcionista a responde con su vida de continua oración". Pero por otra parte, y partiendo de la propia experiencia todos sabemos que una oración así es un largo y lento proceso que exige fidelidad y disciplina, de modo que, apartando todo impedimento, los deseos terrenos y la vanidad del mundo, se pueda dar a Dios el lugar que le corresponde, y que sea Él el principio integrador de nuestras vidas, sin dejarnos llevar de la disipación, y de un activismo destructor. Todos, pero especialmente vosotras en cuanto contemplativas, debéis recordar las palabras del Señor: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí" (Jn 15, 4). Las palabras de Juan Pablo II siguen siendo muy actuales: "Es necesario "una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y a los ejercicios espirituales".
Sería importante, si no absolutamente necesario, que cada hermana se pregunte honestamente cuánto tiempo o con cuanta intensidad, dedica a la oración personal y a la oración comunitaria, sabedora que ésta última no consiste solamente en recitar juntas una serie de fórmulas, sino juntar las mentes y los corazones para confesar la fe, para dar gracias, pedir perdón, alabar.
d)
La Eucaristía. Una atención particular merece la Eucaristía. Ésta es lugar privilegiado para el encuentro con el Señor. Una contemplativa en su camino de experiencia del Señor ha de partir de la centralidad de la eucaristía. En la Eucaristía el Resucitado se hace de nuevo presente en medio de sus discípulos, explica las Escrituras, hace arder el corazón e ilumina la mente, abre los ojos del creyente y se hace reconocer (cf. Lc 24, 13- 35). Para todos los consagrados, pero de modo especial para una contemplativa, sigue siendo muy actual la invitación de Juan Pablo II: "Encontradlo, contempladlo de modo especial en la Eucaristía, celebrada y adorada cada día, como fuente y culmen de la existencia y de la acción apostólica". La Eucaristía nos permite entrar en una profunda intimidad con el Señor, identificarnos con Él, configurarnos con Él. En la Eucaristía se concentran todas las formas de oración. La Eucaristía es el sacramento de la fraternidad, porque es el sacramento de unidad. La Eucaristía, corazón de la vida de la Iglesia, ha de ser el corazón de vuestras fraternidades, como aparece de las indicaciones que os dan vuestras propias Constituciones.
e)
El silencio. El silencio es un arte que se ha perdido en nuestra ruidosa sociedad. Para muchos el silencio. Como sabe muy bien el contemplativo, el silencio es lo que precede a la voz de Dios, es el vacío en el que Dios y yo nos encontramos en el centro mismo de mi alma. Un día sin silencio es un día sin la presencia de Dios, sin la presencia del yo. La presión y el esfuerzo de un día ruidoso nos niegan el consuelo de Dios. Para ser contemplativos es necesario sofocar la cacofonía del mundo que nos rodea y entrar en nosotros mismos a esperar al Dios que se muestra como un susurro, y no en la tormenta. El silencio no sólo nos da al Dios que es sosiego, sino que además, y eso es muy importante, nos dice lo que hemos de decir.

Para un alma contemplativa, y no sólo, el silencio es el humus necesario de la experiencia de Dios. Vuestras Constituciones afirman: "A fin de alcanzar la unión con Dios y permanecer en diálogo constante con Él, las hermanas concepcionistas procuran vacar sólo a Dios en soledad y silencio, en asídua oración y generosa penitencia". Hablamos de un silencio hecho de rumia de la Palabra, hecho de la escucha del Otro y del otro, y que nada tiene que ver con el mutismo, que es la carencia, muchas veces voluntaria, de la palabra. El silencio contemplativo supone saber dejarse penetrar por la Palabra, acoger la palabra. Es el silencio habitado que posibilita el encuentro con uno mismo, con el misterio de Dios y con el misterio de los otros. Es en el silencio donde se revela el Señor.

Quienes han apartado de su pensamiento, según los dictámenes de la cultura dominante, al Dios vivo y verdadero que llena de sí todos los espacios, no puede soportar el silencio. Para él, el silencio es un signo terrorífico del vacío. Cualquier ruido, aunque tormentoso y obsesivo, le parece más agradable. Cualquier palabra, aun la más insípida, es liberadora de una pesadilla. El hombre nuevo, a quien la fe le ha dado un ojo penetrante que ve más allá de la escena, y la caridad de un corazón capaz de amar al Invisible, sabe que el vacío no existe y que la nada ha sido vencida eternamente por el Infinitud divina.

Pero hay que entenderlo: el hombre viejo, que tiene miedo del silencio, y el hombre nuevo conviven, por lo general, en proporciones diversas, en cada uno de nosotros. Todos, pero especialmente una contemplativa, necesitamos del silencio verdadero, lleno de una Presencia, atento a la escucha, abierto a la comunión. Un silencio que permita al Otro hablar. Es este un elemento que considero necesario que entre en vuestros proyectos formativos, tanto durante la formación inicial como permanente.

LA VIDA FRATERNA EN COMUNIDAD

La fraternidad es tal vez el rostro más hermoso del franciscanismo y por ello también del rostro del carisma concepcionista. La fraternidad nos hace iconos de la comunión trinitaria. Para un consagrado, para una concepcionista franciscana, la vida fraterna en comunidad es un elemento esencial en el seguimiento de Cristo. Buscar el pleno desarrollo humano, la plena madurez espiritual, fuera del ámbito de la comunidad humana (para franciscanos y concepcionistas fuera de la fraternidad), es simplemente pretender lo imposible. Es la comunidad/fraternidad la que pone a prueba el calibre espiritual del ser humano. La vida fraterna en comunidad nos obliga a salir de los campos minados por el egoísmo personal, a ir más allá de nosotros mismos, a ser menos auto referenciales, a ir al encuentro del otro, y a ver en la diversidad la epifanía de un Dios que hace nuevas todas las cosas. Para ser verdaderamente contemplativos hay que acoger cada día a los demás en el reducido ámbito de nuestras vidas, y escuchar la llamada que nos hace a ocuparnos de algo más grande que nosotros mismos. En este sentido la vida fraterna en comunidad está íntimamente unida a la desapropiación, al vivir sine proprio, o, si queremos a la minoridad.

La fraternidad es el lugar apropiado para dar calidad al rostro de la amistad, de la cortesía y de la gratuidad. Es el lugar donde toma carne la experiencia de Dios. La fraternidad es el lugar donde ponemos a prueba nuestra capacidad de escucha y de acogida del Dios siempre fecundo, abriéndonos a la acogida del diverso, del otro.

Por otra parte, llamadas a vivir la espiritualidad de la comunión y de la fraternidad entre vosotras, las concepcionistas estáis llamadas también a generar comunión y fraternidad en torno vuestro. En una sociedad profundamente dividida y fragmentada, todos los religiosos, pero mucho más lo que participamos de una espiritualidad franciscana, estamos llamados a ser "signum fraternitatis", a cultivar y ampliar día a día, a todos los niveles, los espacios de comunión, a ser inventores de signos que manifiesten al Dios comunión, y fortalezcan entre nosotros la fe horizontal o estima recíproca, la comunicación profunda.

Pero para que dicha vida sea significativa para los hombres y mujeres de hoy es necesario hacerla más humana y más humanizante. Esto a su vez comporta, entre otros muchos elementos, cuanto siguiente: una fuerte experiencia de fe que lleve a aceptar a los demás en su propia realidad , tal como son y en plan de igualdad, como don del Señor (cf. Test 14); "la entrega de unas a otras en el trabajo, en las responsabilidades y en la vivencia de la fe"; unas relaciones marcadas por la familiaridad de espíritu y de mutua amistad, la confianza sincera y la ayuda recíproca y en el perdón, alimentadas por el cultivo de valores tan humanos, como evangélicos y franciscanos como son: "la amistad mutua, la confianza sincera", la cortesía, el espíritu jovial, la "fe horizontal" y la estima recíproca, así como las demás virtudes; la koinonia (comunión) de bienes, de vida y de corazones (cf. Hch 2, 44); el esfuerzo de todos y cada uno de los miembros de la fraternidad por construir, día a día, una verdadera vida fraterna, desde la lógica del don y de la gratuidad, como una clara alternativa a la lógica del precio, de la ganancia, de la utilidad y del poder, tan imperantes en la sociedad de hoy; vivir la armonía de las individualidades; acompañamiento "materno" de la hermanas, particularmente de los hermanas en dificultad; la búsqueda de los medios adecuados para recrear la comunión, la intercomunicación y la calidez y verdad en las relaciones de los hermanos entre sí.

El diálogo, nutriente de la vida fraterna en comunidad

Calidad de vida significa calidad de relaciones. Éstas constituyen la sustancia de la vida, también y, tal vez sobretodo, de la vida religiosa. De la comunicación depende la vida fraterna en comunidad, el rostro de la comunidad cristiana. Pero calidad de relaciones significa calidad de comunicación a todos los niveles: con uno mismo, con los demás, con Dios. Por otra parte, teniendo presente que el modelo de toda relación es la relación de Dios con la humanidad, hemos de afirmar que la comunicación, relación, es, ante todo, dar, hacer partícipes a los demás de algo que consideramos propio, y, al mismo tiempo, estar disponibles a recibir de los otros. Comunicar significa, también, afirmar la necesidad del otro, reconocer que le somos siempre deudores. Comunicar tiene mucho que ver con el vivir sine proprio.

La comunicación exige diálogo. Sin diálogo no podemos hablar de comunicación, por ello, además de todos los nutrientes que hemos señalado al hablar de la contemplación, el diálogo es un elemento básico en la construcción de la vida fraterna en comunidad. Pablo VI llamó diálogo "a este impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad", y abogó por una Iglesia de diálogo: "La Iglesia se hace palabra, la Iglesia se hace mensaje, la Iglesia se hace coloquio". Sin diálogo no hay comunión y sin comunión no hay vida fraterna en comunidad. De ahí la importancia del diálogo en la vida comunitaria.

¿Cuáles son las características esenciales del diálogo? Es Pablo VI quien señala cuatro características del diálogo que yo considero muy válidas para el diálogo en fraternidad.

Claridad. El diálogo auténtico supone decir lo que uno piensa y lo que uno siente. No se pueden guardar cartas escondidas en la manga. La claridad es camino de autenticidad y de verdad.

Mansedumbre. Cristo mismo se presenta como "manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Los "mansos" son personas libres del orgullo y del rencor, incluso cuando son agredidos, física o psicológicamente, en cambio tiene mucho que ver con la escucha, la no imposición de ideas o de personas. La mansedumbre es camino humilde pero eficaz en la construcción de la vida fraterna en comunidad.

Confianza. Ésta comporta lo que ya llamamos "fe horizontal", creer en la buena voluntad del otro, falta de prejuicios. Sólo la confianza permite verdad en las relaciones, decir lo que uno piensa, decir la verdad con transparencia.

Prudencia. Esto significa tener en cuenta la situación de quien escucha, tanto psicológica como moral. La prudencia supone un discernimiento constante respecto a la metodología en el diálogo.

A pesar de lo mucho que hemos caminado en este sentido, hemos de reconocer que en la vida religiosa aún queda mucho camino por recorrer en lo que se refiere al diálogo y a la comunicación, elemento básico en la construcción de una vida fraterna en comunidad. La revitalización de la vida fraterna en comunidad exigirá también de las concepcionistas una mayor atención al diálogo a todos los niveles.

CONCEPCIONISTAS FRANCISCANAS

Sois concepcionistas franciscanas. Esto es lo que os caracteriza y os distingue de tantas otras Órdenes monásticas.

Sois concepcionistas, y si el seguimiento de Cristo es lo propio de toda vida religiosa, vuestra vocación de concepcionistas os coloca ante una forma de seguir a Cristo con María. Es significativo al respecto como inicia la fórmula de vuestra profesión: "Yo, NN, por amor y servicio de Nuestro Señor y de la Inmaculada Concepción de su Madre, ofrezco y prometo", y es que, por vuestra profesión, os proponéis imitar y representar "el género de vida virginal y pobre que Cristo escogió para sí y abrazó su Madre, la Virgen". Por este motivo vuestra consagración a Cristo "es también consagración a María, de forma que cuanto hacéis por Cristo lo hacéis al mismo tiempo por María".

María modelo de seguimiento para todo consagrado, lo es en modo muy particular para vosotras. Así lo reconocen vuestras Constituciones: "María sigue a Cristo por la escucha fiel de su palabra, por el servicio y por la entrega de los derechos maternos junto a la Cruz, y se convierte en camino de seguimiento". En el misterio de su Concepción Inmaculada, en cuanto concepcionistas, y a ejemplo de santa Beatriz, queréis vivir "la consagración radical con que María fue consagrada por Dios en el misterio de su Concepción Inmaculada".

Sois concepcionistas, pertenecéis a un Orden nacida para "honra de la Inmaculada Concepción (Rg 1), por ello os consagráis al servicio, contemplación y celebración del misterio de María en su Concepción Inmaculada". Dicha consagración al servicio, contemplación y celebración del Misterio de la Concepción Inmaculada de María se hará realidad en la medida en que representéis las actitudes propias de María: su obediencia, su pobreza, castidad. Tanto en la Regla, como sobretodo en las Constituciones, María se presenta para vosotras "eminente y singular modelo", por ello os obligáis "a vivir las actitudes de María en el seguimiento de Cristo".

Sois franciscanas y no sólo por los avatares de la historia que, leídos con ojos de fe, son siempre designios de Dios, sino también por la espiritualidad. En la Concepción Inmaculada de María nos encontramos y nos reconocemos hermanos y hermanas, que, respetando la diversidad, nos sentimos llamados a manifestar nuestra vinculación a través de la comunicación de bienes espirituales y a una fraterna colaboración. Vuestra Regla y Constituciones rezuman espiritualidad franciscana, y la historia de 500 años ha mostrado como dicha espiritualidad ha sido para vosotras "apoyo para llegar a Cristo y a su Madre Inmaculada". En esta solemne ocasión, mientras os agradezco el "respeto y la reverencia" que me mostráis, en cuanto Ministro general de los Hermanos Menores, os aseguro que seguiremos siendo defensores de esta santa religión para una mayor fidelidad al carisma recibido de su Fundadora Santa Beatriz.

VUESTRA MISIÓN

Así como no hay misión sin vocación, tampoco hay vocación sin misión. Todos los cristianos y todos los consagrados somos "misioneros" por vocación. ¿Cuál es la misión de una contemplativa? ¿Sois acaso también vosotras enviadas a llevar el don del Evangelio a los demás? Y si lo sois, ¿cómo?

No pudiendo desarrollar el tema por falta de tiempo, quiero señalar sólo algunos elementos que os lleven a profundizarlo posteriormente. Lo hago a partir de vuestras Constituciones. Éstas afirman: "La concepcionista, haciéndose esclava del Señor, como María, proclama en actitud contemplativa la soberanía absoluta de Dios. La contemplación es su apostolado. Con ella ilustra al pueblo de Dios, lo mueve con su ejemplo, y lo dilata con misteriosa fecundidad apostólica, haciendo presentes el cielo nuevo y la tierra nueva, donde María está en cuerpo y alma".

La misión no consiste sólo en predicar con la palabra, la misión es, sobre todo, predicar con la propia existencia, testimoniar con la vida aquello en que uno cree. Juan Pablo II hablando a todos los consagrados afirma: "Lo que puede conmover a las personas de nuestro tiempo, también sedientas de valores absolutos, es precisamente la calidad espiritual de la vida consagrada, que se transforma así en fascinante testimonio". Y hablando de las necesidades de nuestro mundo en relación con Dios, el mismo Pontífice afirma: "En nuestro mundo, en el que parece perdido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas, un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuro la misma vida fraterna es un acto profético en una sociedad en la que se esconde, a veces sin darse cuenta, un profundo anhelo de fraternidad sin fronteras. La fidelidad al propio carisma conduce a las personas consagradas a dar por doquier un testimonio cualificado, con la lealtad del profeta que no teme arriesgar incluso la propia vida". Vuestra contemplación es misión, vuestra existencia vivida en amor, fidelidad y alegría será misionera: "la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu, se hace misión".

Todo esto -calidad espiritual de la vida consagrada, afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, la vida fraterna, y la vida consagrada en sí misma-, constituye la misión de la vida contemplativa, la misión de la vida concepcionista. Ser consagrado es ya formar parte de la misión de la Iglesia, aunque sólo sea como referente o alternativa a la hora de vivir el Evangelio. Cuando se vive con autenticidad la consagración eso es ya ser sal y levadura del Reino, hacer creíble el Evangelio, proponer la utopía para que no desmayemos a la hora de soñar y de lugar por la conquista de los ideales del Reino. Es verdad que eso es tarea/misión de todo bautizado y de todo religioso, pero vosotras, las contemplativas/concepcionistas queréis hacerlo de una manera original, radical, si es posible.

Vivimos un momento histórico rico de cambios y de tensiones, de pérdida de equilibrios y de puntos de referencia. Esta época nos empuja a vivir siempre más aplastados sobre el presente y en lo provisorio. Vuestra vida, vivida en autenticidad, nos ayuda a recordar lo que realmente es importante, esencial, lo primero, el TODO (AlD, 3). Con vuestra oración ayudáis a la construcción la ciudad terrena y con vuestra vida, entregada al servicio del Reino "como hostia viva en cuerpo y alma", sois misioneras en el seno de la Iglesia y del mundo. Lo grave sería perder vuestra identidad, pues ello os llevaría a ser insignificantes. Vuestra misión es vivir vuestra vocación en plenitud, ser signo, profecía de un mundo diferente, de unos valores que aunque no sean modernos, son siempre muy actuales, pues son los valores de los que más necesita nuestra sociedad.

CONCLUYENDO

El Centenario que estamos celebrando es una ocasión propicia para preguntarnos: ¿Dónde estamos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde nos empuja el Espíritu? El Centenario puede ser un kairós si es aprovechado para revisitar el carisma a la luz de las fuentes y de los signos de los tiempos. De este modo la fidelidad será dinámica y creativa. Sea este vuestro esfuerzo en este Centenario. Sea este el mejor fruto de estas celebraciones.

1 comentário:

Água Viva disse...

BELÍSSIMA conferência, só é pena os OFM insistirem em misturar as coisas. Beatriz não é Francisco e vive-versa. O Espírito Santo plantou no coração de Beatriz o amor à Imaculada, a sua honra e louvor, a sua imitação. Em Francisco, o Espírito Santo plasmou o amor à pobreza.
É pena, pois a conferência está belíssima, que seja tão tendênciosa e pretenda forçar o que não é.
O que acontece é a mútua colaboração entre duas Ordens com carismas e espiritualidades perfeitamente autónomas. Não misturemos.
Como é que o Mestre Geral começa dizendo: "Antes de entrar en el tema de la identidad concepcionista considero oportuno algunas aclaraciones sobre la recuperación de la memoria." e depois contradiz o propósito inicial afirmando: "Sois concepcionistas franciscanas. Esto es lo que os caracteriza y os distingue de tantas otras Órdenes monásticas."
A verdade, por favor, a verdade e o amor à verdade.
Nem as Clarissas, que mergulham no carisma e espiritualidade de Francisco, são tão franciscanas como querem fazer da Monjas Concepcionistas de Santa Beatriz.
P. Marcelino José Moreno Caldeira